jueves, 11 de octubre de 2018

Navalperal en los libros II

Hoy os dejo la segunda parte, es decir, el otro capítulo que faltaba de la obra ya mencionada. Espero sea de interés:

"Ayer hemos entrado en Navas del Marqués. Un paso más, seguro y resuelto, en el avance contínuo hacia Madrid. La operación se ha desenvuelto con arreglo al nuevo sistema puesto en práctica por los rojos, desde que se tomó Navalperal, singularmente. Fortificaban las afueras de los pueblos, en las que acumulan toda clase de elementos defensivos: alambradas, trincheras, abrigos, pozos; resisten allí el tiempo que creen preciso, como si cumplieran de mala gana una obligación, y transcurrido éste, durante la noche, evacuan sus posiciones y abandonan la población, dejándose detrás periódicos, carnets, documentación copiosa y un sello de crueldad, que marca con indeleble huella la señal de su paso abominable.
Cuando salieron de Cebreros, se llevaron consigo, como en rehenes, unas ochenta personas, según anotamos oportunamente. Pero no era su intención la de conservarlas en su poder como prenda que pudiera significarles un canje provechoso o una utilidad determinada a cambio de sus vidas. Las secuestraron para tener materia en que saciar sus bajos instintos. Los infelices han sido encontrados muertos a pocos kilómetros de Cebreros.
Imaginad el dolor, el espanto horrible de estos pobres sin defensa, entre el regocijo de la turba miserable. Rodeados de energúmenos vociferantes, deliberando, frente a su terror, sobre el final sin remedio de cada uno, presenciando, sin posible auxilio, sin esperanza de socorro, los tormentos a que eran sometidos sus pobres compañeros, entre el regocijo de la canalla.
Parece imposible tanta maldad. Se creyera producto de una imaginación enferma que hallara cierto alivio morboso en la relación tétrica de hechos de los que nadie creería capaz a un ser humano. Y sin embargo, y dolorosamente, es cierto. Aún pueden apreciarse las pruebas evidentes de la inconcebible ferocidad. No añade nada la fantasía, que aún se declara falta de adecuados medios de expresión. Sobre el augusto silencio del campo, húmedo de escarcha, alumbrados por las luces de un sol otoñal, los sangrientos despojos insepultos, pregonan la enormidad del crimen. ¡Pobres inmolados a la perversidad de unos infames!¡Tengamos para ellos, para los que les precedieron en el suplicio y para los que aún han de sucumbir bajo la furia asesina de los cobardes, una lágrima en nuestros ojos y la piedad de una oración en nuestros labios!
Navas del Marqués ha sufrido poco. No ha sentido, como otros pueblos, los efectos de la destrucción que los deja sembrados de ruinas y a sus casas deshechas, quebradas, llenas de enormes cicatrices. Sólo un hotelito muestra sus interiores al sol, que no son más que un montón de cascotes, unos frágiles tabiques en equilibrio y unas astillas clavadas en la tierra. Por lo demás, apenas se advierten señales de violencia. En las proximidades, la carretera está cortada, por el derribo, en parte, de un puente que salva un riachuelo. Para llegar hasta Navalperal, hubo que vadearlo, alcanzando el agua hasta la mitad de las ruedas del coche. Ya está reparado el daño. Nuestros activos ingenieros militares, trabajando infatigablemente, pusieron inmediato remedio al mal producido. ¡Y vamos adelante en esta peregrinación atormentadora, en la que nuestro duelo, cada día agrandado, se pregunta frente al espanto de tanta catástrofe: ¿Será posible más? ¡Y lo es, tristemente! Cada ciudad ganada, el rescate de cada población, la conquista de cada aldea, esta labor de recuperación nacional, lograda palmo a palmo, cuya magnitud no se aprecia debidamente a distancia, nos ofrece un nuevo motivo de lamentación y aviva en lo hondo de nuestras almas la hoguera de nuestras indignaciones.
La entrada del Ejército produjo, como en todas partes, verdaderas explosiones de alegría. Con los soldados llega la libertad, el respeto, la garantía de la existencia, el reintegro de la personalidad, difuminada, perdida, náufraga en la procela de un mar de sangre y de repugnancia. La pobre gente, sometida a la tiranía férrea del terror, respira a pulmón pleno. Hay en sus ojos una serenidad que estaba borrada, enteramente, por el recelo constante de tres largos meses de inquietudes interminables. El susto que se agarraba nervioso al pecho frente a las armas de los malhechores, es brillo de esperanza y cantera inagotable de satisfacción a la presencia de nuestros hombres armados. Un fusil los condenó y otro fusil los salva. Y es que, inevitablemente, del mismo acero se forja la espada del caballero y el puñal del asesino.
Aún quedan en las Navas algunas familias del trágico veraneo de este año de nuestra salvación. Estaban allí unas por falta absoluta de medios, otras por huir del horror de Madrid, otras por prestar su indirecto amparo y su comprometido socorro a personas de la familia escondidas en sótanos y cuevas del pueblo para defender la vida.
Cuando nuestros aviones bombardearon las Navas, noventa rojos miserables, cargados de temblores, se refugiaron en una casa, de la que no se atrevieron a salir en todo el día, en el que sólo comieron un pedazo de pan.
Luego, a la noche, pasado el peligro, la cobardía se trocó en furia y la ruindad de sus almas buscó su cobro en el sacrificio de un pobre septuagenario inerme y ajeno a la lucha.
¿Se comprende ahora por qué los supervivientes, presos todavía en las cárceles del espanto, influidos por el pánico que asfixiaba sus días y alteraba sus sueños, haciendo de los ruidos de la noche máquina de sus sobresaltos, ponen en sus vítores una vibración de grito desgarrador, aplauden a los soldados con un histérico apresuramiento nervioso y mojan su enloquecedora alegría con la amarga lluvia del llanto?

Pérez Olivares, Rogelio. "¡España en la cruz! (Diario de otro testigo)" Imp. Católica. Avila. 1937. Pp 325-329

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