jueves, 25 de septiembre de 2014

Mosquetón Mauser Español, mod. Oviedo 1916






A continuación el Mosquetón más utilizado durante la guerra (por ser el reglamentario del ejército español cuando estalló) y el que se utilizó en Navalperal. Podeís observar el arma sin bayoneta y con ella. Si ella mide un total de 105 cm, y con ella 144 cm, lo cual hacía que fuese tipo lanza para los asaltos a las posiciones enemigas. Es un fusil de cerrojo que podía albergar hasta 5 balas, las cuales, usualmente se cargaban mediante los peines, como se observa en las fotografías. De hecho el que posee las balas en peor estado proviene de Navalperal, tanto las 5 balas como el peine. El otro, aunque es original de guerra, es comprado y no se de qué zona habrá salido. También incluyo una fotografía de cómo se realizaría la carga del arma, colocando el peine de esa manera y empujando con el pulgar hacia abajo, de tal manera que las 5 balas entrarían en el arma y al cerrar el cerrojo el peine saldría expulsado, normalmente se recogía para reutilizarse, pero es muy común encotrarlos tirados.

Uniforme Nacional


Por otro lado, el uniforme típico del bando nacional, que era el que estaba en uso en el momento de empezar la guerra. Consistía en unos pantalones polaina, botas (borceguíes) o alpargatas (dependiendo de la estación del año) y gorrillo cuartelero con borla. El fusil que llevan es el Mauser Español, reglamentario en el ejército español y utilizado por ambos bandos en Navalperal.

Uniforme República








Más fotos de la salida a Segovia. En este caso con uniformes típicos de las tropas de la República y que posiblemente llevasen los miembros de la Columna Mangada. El único comentario sería que en la primera foto aparecen 2 tipos de fusiles: El Mauser Español que sí que se utilizó en Navaleperal (el que llevo yo por ejemplo), y por otro lado el Mosin Nagant soviético, muy utilizado por las tropas republicanas, muy común en el frente de Madrid, pero que en Navalperal no estuvo.

Artillería utilizada en Navalperal







Este año, como miembro de la Asociación de Recreación Histórica Frente de Madrid, nos invitaron a la Academia de Artillería de Segovia, donde tienen muchas piezas históricas, entre ellas estos 2 cañones, uno de 155mm y otro de 110mm, ambos estuvieron operativos en Navalperal, tanto por un bando como por otro. Tal vez no puede observarse el tamaño real de ambos cañones, pero realmente son muy grandes. Hay que imaginárselos además haciendo fuego.


Os pongo esta foto para que os hagáis una idea del tamaño del de 155mm. Yo mido 1,90cm y estoy subido en el cañón no en el suelo. Creo que la imagen habla por si sola.

"Nava el Peral o Navalperal de Pinares" V

"Como resumen, puede decirse que eran como pequeños raposos recién salidos de la madriguera, que ajenos al peligro, lo mismo se les veía corriendo por las casas derruidas, como por los tejados cogiendo nidos o metidos en uno de los almacenes de Intendencia, haciendo acopio de lo que mejor les parecía, sin temor ni miedo a nada ni a nadie. Únicamente, se tenía un cierto respeto al Sr. Cura, quien, en algunas ocasiones, cuando no podían escapar, les daba considerables tirones de orejas, y los hacía asistir a la catequesis.
De distracción o recreo para la muy escasa juventud, no existía nada. Únicamente, el día de Santa Teresa, patrona de Intendencia, los militares cerraban la plaza con carros, y toreaban alguna vaquilla, amenizando por ocho o diez músicos militares que venían de Ávila.
Era también relativamente frecuente, principalmente en la segunda mitad del año 1.938, que, debido a la proximidad del frente de Las Navas-Santa María, por las tardes traían en un camión a los soldados que allí morían para ser enterrados en este cementerio, puesto que el de Las Navas estaba semi-dominado por la fusilería y la artillería contrarias.
A estos entierros, que solían ser de dos a cinco soldados, metidos en rudimentarias cajas de madera sin cepillar, Don Felipe hacía que fueran acompañadas por los escasos vecinos y, en particular, por los niños, a los que, en principio, le impresionaba que las cajas se encontraran manchadas de sangre, pero después se insensibilizaron hasta tal punto que lo que les extrañaba era cuando no estaban manchadas.
De esta forma, tal vez no muy correctamente relatado, fue como transcurrió la vida en nuestro pueblo durante el tiempo que duró la Guerra Civil.
Una vez terminada la contienda de aquel (no me cansaré de decirlo) lamentable enfrentamiento entre Españoles, comenzaron a regresar aquellas familias que se habían visto obligados a evacuarse a Madrid algunos años antes.
En aquellos terribles momentos vividos, era frecuente poder ver en las inmediaciones de la estación ferroviaria, refugiados del frío como mejor podían en una nave de madera, que había servido de almacén de materiales de la obra de Saltos del Alberche, a varias mujeres y niños que, siendo del Hoyo de Pinares y Cebreros, no se atrevían a marchar a sus pueblos debido a las grandes agresiones físicas de las que eran objeto.
Con relación a esto anterior, existe un hecho del que personalmente puedo dar fe, y que es el siguiente:
Entre las antes mencionadas familias, había una madre con tres hijos de corta edad, que era del pueblo de Cebreros, y su esposo estaba detenido en Madrid.
Este matrimonio, en los comienzos de la Guerra Civil, tenía una pescadería en nuestro pueblo, y se apellidaban Carrión.
Por las causas que fueran y desconozco, el Sr. Carrión, en los primeros momentos de la contienda, había denunciado a un vecino de Navalperal, al que detuvieron, y que, de no ser por unos sobrinos del detenido, hubiera corrido la misma suerte que D. Juan Martín y sus hijos.
Este vecino que fue detenido por orden del Sr. Carrión, si no directa, sí indirectamente murió a consecuencia de la guerra en Ávila el día trece de Octubre de 1.936.
A la viuda de este señor, alguna gente del pueblo le fueron a comunicar a su casa que se encontraba en el muelle de la estación la mujer de aquel que había denunciado a su marido, y que era el momento de darles un escarmiento.
La respuesta de aquella MARAVILLOSA MADRE Y EXTRAORDINARIA MUJER, de muy grato recuerdo para mí y de la que no digo su nombre puesto que ella jamás quiso que este hecho suyo se supiera; su respuesta, repito, fue que como quiera que hacía una muy fría mañana, llenó una lechera de leche de las dos vacas que tenía, y que era su única fuente de ingresos, y recién cocida conservando su calor, con la lechera en una mano y en la otra su hijo pequeño, se la llevó para que les sirviera de alivio del frío y de alimento al menos aquel día.
Esta acción hecha por una humilde mujer, a la que en mi mente guardo como una reliquia y de cuyo hecho fui testigo presencial, muy bien puede ser comparado como aquel otro ocurrido cuando la toma de Baza por los cristianos a los moros, al que la historia tituló:
EL PERDÓN POR LA VENGANZA
Si bien el regreso a sus pueblos de aquellas familias que se mencionan en el relato anterior, ofrecía un cierto peligro de ser agredidos por sus paisanos: en nuestro pueblo afortunadamente no hubo agresiones personales, al menos agresiones, que hubieran tenido ni mediana importancia.
Al regreso de zona republicana de nuestros paisanos, se encontraron con que sus hogares estaban prácticamente destruidos: las puestas y ventanas, las que existían estaban rotas; sin enseres propios de cocina ni ningún otro objeto; los tabiques de las viviendas tirados; algunos tejados, parcial o totalmente, derrumbados; en fin, casas prácticamente inhabitables.
Varios hombres y alguna mujer de los que habían estado en aquella zona, por sus ideales políticos fueron detenidos y encarcelados, quedando sus mujeres y sus hijos sin amparo y protección.
Ante este desolador panorama, hubo familias enteras que emigraron a Madrid, Barcelona y Valencia.
Los que aquí se quedaron, comenzaron a reconstruir sus vidas con grandes esfuerzos, y como buenamente podían: unos, vendiendo alguna de sus fincas si las tenían, y con el producto de sus ventas, compraban sus yuntas y sus carros; otros, para comprar algún tipo de animal, tales como cerdos, gallinas o simienta de patatas, etc.
Si bien hasta entonces no había existido problema alguno para la alimentación (por la abundancia de alimentos que había), en ese momento ya comenzaron a escasear, y en un periodo muy corto de tiempo fue racionado el pan, el aceite, el azúcar,... en fin, todos los artículos de primera necesidad, y cuyas raciones eran totalmente insuficientes para poder sobrevivir.

Andrés Méndez Herranz, "Nava el Peral o Navalperal de Pinares", Madrid, 1991. pp. 209-212

jueves, 22 de mayo de 2014

Vista desde las trincheras

Fotografía panorámica realizada desde el alto de la Modorrilla, donde se encontraba la posición republicana, y mirando hacia el pueblo de Navalperal de Pinares.

Navalperal de Pinares. La Modorrilla. 26 de abril de 2014.


"Nava el Peral o Navalperal de Pinares" IV

Después de mucho tiempo sin poner ninguna entrada nueva, hoy sigo con otra parte de esta obra de la historia de Navalperal. En los próximos días iré poniendo imágenes de uniformidad de tropas de ambos bandos que estuvieron por la zona. Os dejo con la siguiente parte:

"Una vez que todas aquellas familias de los distintos cerraderos fueron reagrupadas, y, bajo una intensa lluvia, entre el constante tiroteo, las llevaron a campo través por la Cuesta de la Grama hasta que se salió a un camino, en donde les montaron en un camión, llevándoles al pueblo de San Bartolomé de Pinares.
A los tres o cuatro días, y después de haber sido tomada declaración, regresaron a Navalperal, al que encontraron abarrotado de tropas: en su mayoría, moros; las puertas y ventanas de las casas, semi-destrozadas y algunas, quemadas; los interiores de éstas, totalmente desvalijados; todos los enseres propios de las viviendas, tales como platos, sartenes, mesas, etc. rotos y tirados por el suelo no sólo en los interiores, sino por las calles.
Es un dato para mí muy significativo que sin ningún comentario expongo, que cada uno puede interpretar como mejor considere, que lo único que dejaron intacto, en las casas, fueron los jamones y el chorizo de cerdo.
Pasados los primeros ocho días, si bien los moros ya se habían marchado, el pueblo quedó ocupado por una considerable cantidad de militares.
Entonces, sucedió que, si antes Navalperal había sido bombardeado por aviones del Ejército Nacional, en los últimos meses del año 1.936 y primeros de 1.937 fue bombardeado por el Ejército Republicano, lo que solían hacer de día.
Por este motivo, una vez más aquellas pocas familias que en el pueblo había, hubieron de sufrir las consecuencias de aquellos bombardeos.
Para protegerse de estos, durante todo el día permanecían en los Lavaderos Públicos, donde se llevaban el alimento necesario, y, cuando aparecían los aviones, se metían en la alcantarilla que cruza la vía del ferrocarril.
El aviso de alarma de cuando llegaban los aviones lo daban los militares que, con unos prismáticos de largo alcance, hacían constante guardia en la torre de la iglesia, y, cuando los localizaban, tocaban las campanas.
A mediados del año 1.937, ya dejaron de bombardear, y aquellas pocas familias hacían su vida normal sin mayores sobresaltos.
Dada la importante situación que, según los militares, Navalperal tenía, fue convertido en un centro de abastecimiento de los frentes de Madrid, Sierra de Guadarrama y frente de Santa María.
Asimismo, era centro de reagrupación y descanso de las tropas, por lo que existía un constante movimiento de militares: unos que venían a descansar (según decían) de alguna batalla, y aquí se cubrían sus bajas, y otros que al venir éstos se marchaban ellos.
A estos militares les hospedaban en los hoteles de por encima de la vía, en los que no existía nada más que los tejados, ya que las puertas, ventanas y todo lo que fuera de madera había sido quemado para calentarse.
Para el abastecimiento tanto de víveres como de armamento de los frentes antes mencionados, estaba organizado como sigue:
Para los alimentos y ropas había una Compañía del Cuerpo de Intendencia: varios almacenes de distintos alimentos, y todo bajo el mando de un Capitán, llamado Arturo.
El despacho de los alimentos donde los camiones venían a suministrar, era donde hoy se encuentra el Bar "La Parra".
En la casa lindante con el Ayuntamiento, estaba el depósito de aceite.
En el salón de Luis y en su parte alta, había latas de sardinas, de carne congelada, botes pequeños de leche condensada y todas las clases de mermeladas; en la parte baja, estaba lleno de sacos de cebada y de castañas pilongas.
Los extraordinarios bloques de escuelas están abarrotados de toda clase de alimentos, tales como garbanzos, judías, lentejas, patatas, azúcar, café, grandes latas de membrillo, así como igualmente de alpargatas, botas, trajes militares, mantas, en fin, todo lo que se pidiera.
Por toda seguridad como cierre de estos almacenes, tenían un alambre retorcido.
Cuatro de los militares de aquella Compañía de Intendencia, de los que uno se apellidaba Polán y otro Félix, estaban destinados a guardar un muy considerable número de reses vacunas. Estas reses habían sido recogidas de los pueblos de nuestro entorno, cuyos propietarios habían sido evacuados a Madrid, y estaban abandonadas, y otras que, desde la parte de Galicia, se traían por ferrocarril.
Estos vaqueros militares, casi a diario, traían un cierto número de reses para ser sacrificadas en el matadero, en el que igualmente había militares que se ocupaban de hacerlo.
Asimismo, si no de continuo, sí, en determinadas temporadas, tenían manadas de cerdos, a los que los alimentaban con cebada y castañas pilongas.
Para el abastecimiento de armas y municiones para la tropa, había otra Compañía de Artillería al mando de un Comandante, llamado Patricio. Este militar tenía su residencia o puesto de mando en la casa de la finca de "La Pila".
En el edificio en el que actualmente se encuentra la Biblioteca Municipal y los anexos de ésta, en la Plaza de Onésimo Redondo, al final de la calle de Los Mártires y principalmente en la fábrica de maderas, se encontraban fuertemente custodiados los polvorines de municiones y armamento; rodeados todos ellos con alambradas de espinos.
Además de la Compañía de Intendencia y Artillería, en este último polvorín de la fábrica, había una Compañía de Ingenieros y otra de Transmisiones.
En este anterior lugar, estaba lo que llamaban la Plana Mayor de Mando, a la que estaban subordinados todas las demás fuerzas, y a cuyo mando estaba un Coronel de Ingenieros.
Esta considerable actividad que militarmente ejercía Navalperal por toda la parte centro y gran parte del Norte, hizo que fuera aún más conocido y nombrado por toda España, adquiriendo una fama poco deseable, por lo que los militares, cuando eran transportados en los camiones o marchaban formados, como estribillos de los cantares o canciones que entonaban, empleaban, entre otros, el siguiente:

Del pueblo de Navalperal
no tiene que quedar
ni piedra sobre piedra,
la tenemos que quemar.

Esta injusta fama que, a mi juicio, adquirió nuestro pueblo (y que aún se recuerda por varias partes de España; principalmente en Orduña, Arrigorriaga y otras más), influyó muy negativamente a lo largo de muchos años posteriores, principalmente cuando se trataba de lograr alguna subvención por parte del Gobierno.
Durante los años de guerra, las familias que en el pueblo se encontraban, sí bien es verdad que no eran molestadas si no había bombardeo alguno, vivían en un cierto estado de sobresalto.
Para su alimentación, no existía problema alguno puesto que sobraba, y era fácil de conseguir toda clase de alimentos, incluso aquellos no conocidos para ellos entonces: tales como la carne congelada, gran variedad de mermeladas, la leche condensada,...
Toda la agricultura quedó paralizada, y solamente se sembraban algunos huertos de patatas, ocupándose únicamente de la ganadería.
Los niños, prácticamente sin escuela, campaban a sus anchas como fierecillas sin domesticar, siendo el Sr. Cura Don Felipe, el que los retraía en todo lo que le era posible.
Ambientados en la situación del momento que vivían, su principal juego o distracción consistía en coger balas de fusil que en cualquier parte había cantidades de peines enteros, y en una cualquiera de las muchas casas abandonadas ponían lumbre, y sobre la cual echaban las balas. Puede suponerse el tiroteo que se producía, y el peligro al que se exponían.
A pesar de estos peligrosos juegos, nunca ocurrió nada irreparable, si bien en una ocasión a Juan Fragua Cogorro le saltó el pistón de una de las balas, y le hirió en un dedo de una mano sin consecuencias graves".

Andrés Méndez Herranz, "Nava el Peral o Navalperal de Pinares", Madrid, 1991. pp. 204-208.

martes, 14 de enero de 2014

"Ávila en la Guerra Civil"

Os propongo un libro, que este verano me compré y leí, en el que aparecen partes muy interesantes de historia de Navalperal en la Guerra Civil, además de otras partes de toda la provincia de Ávila.



Os dejo la Reseña que se realizó en su día por el Diario de Ávila, y os animo a que lo leaís ya que aporta bastantes cosas interesantes, muchas de ellas ya las he ido poniendo yo en el blog pero otras no. Además una de las cosas positivas del libro es que el autor, José Belmonte, vivió este periodo por lo que más que libro de historia puro y duro, se trata más de una especie de narración de acontecimientos teniendo en cuenta su propia experiencia.



Reseña en Diario de Ávila (20/01/2013)


El historiador abulense José Belmonte acaba de editar el libro Ávila en la Guerra Civil (Ediciones Beta), una elaborada narración de cómo se vivió en la capital abulense y en parte de la provincia el cruel conflicto bélico que rompió España entre los años 1936 y 1939, un trabajo en el que se alían memoria e investigación y en el que destacan ante todo, y esos son sus principales valores y señas de identidad, la fuerza y el interés de encontrarse ante un relato en primera persona firmado por un testigo directo de un puñado de hechos relevantes, algunos de los cuales «son narrados por primera vez», porque – afirma– «lo que yo cuento en este libro es lo que vi palpitando en la ciudad en aquellas terribles fechas».


Se abre el libro con una introducción que sirve para situar al lector en la «agitada vida política» que se dio ya en los conflictivos años de la Segunda República, y así ayudarle a entender mejor todo lo que aconteció después, para desarrollar luego su contenido a lo largo de 24 capítulos que reparten su afán entre el deseo de exhaustividad en los acontecimientos y la honradez intelectual de un narrador que, aclara, «fui testigo presencial de esos tiempos, y como testigo voy a ser implacablemente neutral, relatando fielmente lo que mis ojos vieron». Ese deseo de no tomar partido por ninguno de los dos bandos, porque «los dos cometieron barbaridades por igual», le ha servido para ahuyentar con éxito cualquier tentación de «tapar hechos» o caer en «las peligrosas mentiras de la memoria histórica oficial», algo también especialmente interesante en un libro de historia.


Cierto es que algo de lo contado en Ávila en la Guerra Civil ya había sido apuntado antes por Belmonte en otros libros suyos, especialmente lo referido a la II República (adelantado en su Ávila contemporánea 1800-2000), como también lo es que buena parte de este nuevo trabajo, lo más sustancial, es información nueva que ayuda mucho a entender mejor aquel convulso periodo y, también, la idiosincrasia abulense.


Para redactar este libro José Belmonte volvió a convertirse en el niño de la guerra que fue, un joven inteligente y lleno de inquietudes que asistió entre sus 14 y 17 años de edad a la transformación de una ciudad por y para la guerra, una capital que, asegura, «fue fundamentalmente un cuartel general, un lugar de paso incesante de tropas y mandos, un lugar de entrenamiento para las cruentas batallas que se libraban en otros lugares del país», circunstancia que hizo posible que los abulenses «viviesen en una relativa tranquilidad durante la mayor parte del conflicto», sosiego que llegó «después de los días de verdadero pánico que se vivieron en los meses de julio, agosto y septiembre del 36».


Todo lo que cuenta Belmonte, dueño de una memoria prodigiosa que es un privilegio compartir, lo hace desde la visión sosegada y escéptica de quien asistió asombrado y atento al devenir de unos hechos «que entonces se nos vendieron desde la exaltación y a través de unos himnos y desfiles que nos impresionaban, pero a los que el paso del tiempo limpió de lo que tenían de celebración para mostrar la realidad de una guerra cruel que fue una auténtica aberración», en la cual «la manipulación informativa fue enorme».


En ese dar fe de lo que significó la Guerra Civil «sin querer ocultar nada», José Belmonte asegura, demostrando esa neutralidad que anuncia en el prólogo, que «hubo crueldad por parte de ambos bandos allí donde dominaban el terreno, tanto en el ‘rojo’ al sur de la provincia como en el ‘nacional’, por mucho que de los ‘paseos’ que estos últimos hicieron en Ávila nadie haya querido hablar nada hasta ahora, igual que cuando sucedían nadie quería saber nada por miedo». Y añade que «si duros, trágicos y sin sentido fueron los fusilamientos en la capital de ‘elementos izquierdistas o rojos’ (así se hablaba), también fueron abundantes y sangrientos los fusilamientos en localidades de la provincia de la Ávila no ‘nacional’, que hasta su ‘liberación’ se produjeron en gran escala».


Lamenta también Belmonte que «en Ávila hemos siempre muy timoratos a la hora de hablar de la Guerra Civil», quizás porque hay episodios ocultos en los que «quienes aparentemente eran los buenos» demostraron no serlo tanto. Uno de esos «momentos vergonzantes», relata en el capítulo 7 del libro, se produjo a raíz del bombardeo que sufrió la ciudad el 31 de agosto de 1936, tras el cual «un grupo numeroso de abulenses excitados, vociferantes y cargados de odio» se dirigieron «hasta la cárcel provincial, llenos de furia y con intención de matar a los presos políticos que allí se encontraban». De no haber sido por la «decidida oposición» de las fuerzas militares que custodiaban la prisión, apunta Belmonte con una pena vieja pero aún viva, «aquellos abulenses se hubiesen convertido en auténticos matarifes y aquel hubiese sido el día más nefasto y triste en la historia de la ciudad».


Sin perder nunca de vista el horizonte de que la principal riqueza de este libro está en que los hechos históricos que relata, a grandes rasgos conocidos por todos, llegan enriquecidos por el aporte de datos y detalles cercanos que regala un testigo presencial de los hechos, el lector se da un festín de anécdotas que recrean muy gráficamente esa intrahistoria que es siempre más elocuente (a veces también más cierta) que la Historia en mayúsculas. Su letra pequeña aporta mucho más para entender cómo vivió y sufrió Ávila aquellos terribles años que las grandes y hueras frases con las que luego se intenta resumir el mundo.


Y así da cuenta el historiador abulense de la intensa actividad en el campo de aviación que instalaron los soldados alemanes de la Legión Cóndor a los pies de Sonsoles (aeródromo que visitó José Belmonte en varias ocasiones por curiosidad), de cómo la violenta acción de los requetés en el funeral del capitán Peñas (5 de agosto del 36) rompiendo la bandera republicana llevó a la recuperación de la rojigualda como enseña oficial, de los muchos fracasos de los ‘nacionales’ en sus intentos de tomar Navalperal de Pinares hasta que finalmente lo lograron en octubre de 1936, de la conversión del monasterio de Santo Tomás en una academia de formación de militares «en la que mandaban los alemanes» o de la quema de libros ‘sospechosos’ de ideología marxista.


También relata cómo la Legión Cóndor tuvo su principal lugar de alojamiento en el Monasterio de Santo Tomás, «en cuyo recinto y para uso de los legionarios alemanes se instaló, en una de las aulas del Claustro de los Reyes, una capilla protestante»; y añade, con humor: «los de la ‘Cruzada’ y los propios dominicos, todos, hicieron oídos sordos a la instalación de esa capilla luterana; tanta lucha antiluterana comandada casi siempre por la orden de Predicadores, para ahora (entonces, me refiero) en su mismo templo dominicano tolerar y soportar el montaje de una capilla protestante».


Al campo de aviación que la tristemente célebre Legión Cóndor tuvo en la Cruz de los Llanos, entre el santuario de Sonsoles y el río Chico, dedica Belmonte un largo capítulo, por entender que la relevancia que para la guerra significó su larga y destacada presencia en nuestra ciudad tuvo mucha más importancia de la que se la ha dado habitualmente. Allí, explica, se llegaron a reunir hasta un centenar de aviones de guerra alemanes, desplazados por Hitler para «poner a prueba a su joven fuerza aérea y para que sus hombres adquiriesen experiencia» a modo de ‘tubo de ensayo’ de cara a la brutal ofensiva que estaba preparando en toda Europa…, e incluso deja caer la insinuación de que posiblemente desde aquí despegasen algunos de los aviones que el 26 de abril de 1937 bombardearon la localidad de Gernika.


Sin querer culpar ni exculpar a nadie de la tragedia de aquellos años, porque su objetivo no es juzgar sino contar con la máxima objetividad posible un relato que bien podría ser «una charla entre amigos contada con los ojos el alma», sí critica en varias ocasiones José Belmonte el «claro partido» que la Iglesia tomó por el bando franquista, «enrolándose a lo loco en una guerra que elevó nada menos que a Cruzada y permitiendo la mezcla de religiosidad y guerra» en vez de «al menos decir que había que parar aquella catástrofe», aunque asimismo quiere dejar claro que «aquellos hechos hay que verlos no en nuestros días, sino en los momentos en que se produjeron, y despojar así con buena voluntad de sus errores».


Especial mención merece la última parte del libro, una colección de fotografías de singular fuerza informativa –muchas de ellas, inéditas hasta ahora; todas, imágenes que concentran en su instante una historia magistralmente contada– que dejan constancia de cómo se vivía la Guerra Civil en la capital abulense, tanto entre la población civil (vida cotidiana, fiestas, mercado, procesiones, meteorología…) como entre la concurrida presencia de militares (por Ávila pasaron, entre otros, Franco, Mola, el «multimutilado Millán Astray» y José Antonio Primo de Rivera), colectivo entre el que destacó la presencia durante muchos meses de la Legión Cóndor.


En resumen, un libro muy interesante que aporta al general conocimiento sobre la Guerra Civil gran cantidad de particularidades de Ávila que ayudan a conocer mejor lo que sucedió durante aquellos años en los que el veneno, la estupidez y la ambición que se les fue de las manos a unos pocos acabó destrozando a todo un país. Y lo que a veces por miedo, a veces por intención de ocultar, a veces por ignorancia mal entendida, no se había podido o querido contar antes lo despliega ahora con gran lujo de detalles José Belmonte.

"Nava el Peral o Navalperal de Pinares" III

Feliz año 2014 a todos, seguimos con esta obra, en el apartado concerniente a la guerra civil en Navalperal.

"El día 5 de octubre, que amaneció un día oscuro, triste y muy lluvioso, fue fuertemente atacado Navalperal por tropas: en su mayoría, moros y regulares mandados por oficiales españoles.
Este ataque, hecho con todas las de la ley, hizo que casi sin tiempo material se evacuase como mejor se pudo a Madrid a todas las gentes que en el pueblo había, pero los que se encontraban en los cerraderos fueron hechos prisioneros por el 5º Tabor de moros.
En aquellos cerraderos, ocupados por hombres, mujeres y niños, se libró un encarnizado combate entre ambos contendientes.
Las Fuerzas Republicanas o milicianos se encontraban en la parte Norte y Este. Los Nacionales, por el Suroeste y Este, quedando los cerraderos con catorce familias en el centro del duro fuego del combate que estaban librando. Este combate dio comienzo a las ocho de la mañana, y, cuando llegaron los moros al primer cerradero de Bernabé Verdugo, eran las cuatro de la tarde.
En este cerradero, situado en La Fuente del Peral, se encontraban varias familias y un hatajo de cabras.
Los moros, forzando la puerta, ordenaban que salieran.
Los hombres más jóvenes que allí se encontraban, tales como Andrés Iglesias, Francisco Cogorro (estos recientemente casados), Máximo Méndez, Bernabé Verdugo Herranz y Pedro Postiguillo trataron de eludir el peligro saliendo por una pequeña ventana situada en la parte posterior. Una vez fuera y en este mismo lugar, todos ellos fueron muertos a tiros.
Al entrar los moros al cerradero, al primero que se encontraron, fue a Daniel Méndez Elvira ("El Tute"). Este señor, ya en edad madura, era el guarda del monte y Sociedad de Pastos, por lo que tenía puesto su distintivo consistente en una banderola de cuero con una chapa grande de metal en la cual se encontraba grabado la identidad de su cargo.
Uno de los moros, al ver aquel distintivo, debió suponer que se trataba de algún mando contrario a ellos, y le disparó a bocajarro. Pero el destino quiso que se le encasquillara el fusil, y por ello no salió el proyectil. Cargó de nuevo, volviendo a disparar, y, una vez más, el fusil se encasquilló. En este momento, llegó al lugar un muy joven Oficial Español, guiado por Paulino Fragua, el que pistola en mano hizo retirarse a los tres moros que había, evitando con ello una masacre de muertes de humildes personas inocentes, las que no alcanzaban a comprender todo aquello que estaba sucediendo. 
Con gran y terrorífico horror, aquellas familias (a las que después se les unieron otras más que se encontraban en otros cerraderos de Catalina y Julia Herranz) fueron saliendo del cerradero en fila india, tal como se les ordenaba. Entonces, sucedió que como quiera que Doña María Quirós Fuentes fuera una señora bastante gruesa y de edad madura, ello hacía que sus movimientos no todo lo rápido de desear, su hijo Martín Rincón Quirós, que se encontraba bastante más adelante, se volvió para ayudarla, y por esto uno de los moros le disparó otro tiro, que le quitó definitivamente a su joven vida.
¿Cuál sería el dolor sentido por aquella madre al ver morir a su hijo y no poderle no solamente ayudar, sino ni poderle dar su último beso de despedida? Se puede asegurar que aquel recuerdo y gran dolor interno le acompañaron todos los días de su vida, como igualmente a las restantes madres y esposas de aquellos que de esta forma y en el mismo lugar, les arrebataron sus ilusiones y proyectos de vida. 
El motivo de que aquel joven Oficial fuera guiado por Paulino Fragua Herranz ("el tío Chatillo") al lugar de los hechos antes relatados, evitando con ello la masacre de catorce familias, fue el que sigue:
En aquellos primeros momentos de pánico y terror vividos en el interior del cerradero por aquellas gentes y a la vista de lo que estaba sucediendo ante sus ojos, es lógico que nadie quisiera salir al exterior.
Entonces, este hombre de campo, extraordinaria y muy noble persona con increíble valor y arrojo, empujó al hatajo de cabras saliendo entre ellas a gatas. Cuando estuvo en la calle y después de unos metros recorridos, al semi incorporarse, vio al joven Oficial español, al que se dirigió explicandole lo que en el cerradero estaba sucediendo.
Seguidamente y acompañado por dos moros de confianza del Oficial, se dirigió a los otros cerraderos de Catalina y Julia Herranz. En el recorrido del pequeño espacio de terreno que separaba a estos cerraderos, nuestro paisano caminaba en el centro de los dos moros, alcanzando una bala al que iba delante, cayendo muerto a sus pies. No por eso retrocedió, sino que, continuando adelante, consiguió librar de la muerte segura a las restantes familias que allí había.
A todo esto, con la excitación del momento y la rapidez con que hubo de realizarlo, no se había enterado que, en el momento en que salió a gatas entre las cabras, había recibido un tiro en una de sus nalgas, por lo que, debido a la pérdida de sangre y a quedarse frío, cayó desvanecido en tierra siendo recogido por camilleros militares, y trasladado al Hospital de Ávila en el cual le fue extraída la bala que en su nalga llevaba.
Con esta aparente increíble actuación, realizada con arrojo y valentía, por un hombre sencillo y noble, salvó la vida a las catorce familias que en aquel lugar se encontraban.
Digna de aplauso y agradecimiento fue esta hazaña hecha por aquel Corito valiente, al que yo personalmente doy gracias, ya que de no haberlo hecho, hoy no estaría escribiendo estas líneas.
Entre aquellos niños que este anterior relato muy superficialmente definido, hace mención, quiso el destino que me encontrara, y a pesar de mi corta edad, aún puedo recordar, ya que se me quedó grabado en la mente, la imagen de uno de los moros que entró en el cerradero.
Este hombre era muy alto (o al menos a mí así me pareció); negro, aun cuando no negro betún sino más bien algo más que mulato; tenía mucha barba, pero no muy poblada; sus ojos eran muy grandes y brillantes; por los extremos de su boca, con grandes dientes muy blancos le salía saliva blanca que se hacía como espumarajo, y manchaba su barba; en su cabeza, llevaba un turbante blanco, y una de las puntas de este le caía sobre la frente; como pantalón, llevaba una especie de gran bolsa, que en nada se ajustaba al cuerpo ni a las piernas; su cuerpo estaba cubierto por una vieja chilaba, y no dejaba de gritar en su idioma".

Andrés Méndez Herranz, "Nava el Peral o Navalperal de Pinares", Madrid, 1991. pp. 200-204.