martes, 14 de enero de 2014

"Ávila en la Guerra Civil"

Os propongo un libro, que este verano me compré y leí, en el que aparecen partes muy interesantes de historia de Navalperal en la Guerra Civil, además de otras partes de toda la provincia de Ávila.



Os dejo la Reseña que se realizó en su día por el Diario de Ávila, y os animo a que lo leaís ya que aporta bastantes cosas interesantes, muchas de ellas ya las he ido poniendo yo en el blog pero otras no. Además una de las cosas positivas del libro es que el autor, José Belmonte, vivió este periodo por lo que más que libro de historia puro y duro, se trata más de una especie de narración de acontecimientos teniendo en cuenta su propia experiencia.



Reseña en Diario de Ávila (20/01/2013)


El historiador abulense José Belmonte acaba de editar el libro Ávila en la Guerra Civil (Ediciones Beta), una elaborada narración de cómo se vivió en la capital abulense y en parte de la provincia el cruel conflicto bélico que rompió España entre los años 1936 y 1939, un trabajo en el que se alían memoria e investigación y en el que destacan ante todo, y esos son sus principales valores y señas de identidad, la fuerza y el interés de encontrarse ante un relato en primera persona firmado por un testigo directo de un puñado de hechos relevantes, algunos de los cuales «son narrados por primera vez», porque – afirma– «lo que yo cuento en este libro es lo que vi palpitando en la ciudad en aquellas terribles fechas».


Se abre el libro con una introducción que sirve para situar al lector en la «agitada vida política» que se dio ya en los conflictivos años de la Segunda República, y así ayudarle a entender mejor todo lo que aconteció después, para desarrollar luego su contenido a lo largo de 24 capítulos que reparten su afán entre el deseo de exhaustividad en los acontecimientos y la honradez intelectual de un narrador que, aclara, «fui testigo presencial de esos tiempos, y como testigo voy a ser implacablemente neutral, relatando fielmente lo que mis ojos vieron». Ese deseo de no tomar partido por ninguno de los dos bandos, porque «los dos cometieron barbaridades por igual», le ha servido para ahuyentar con éxito cualquier tentación de «tapar hechos» o caer en «las peligrosas mentiras de la memoria histórica oficial», algo también especialmente interesante en un libro de historia.


Cierto es que algo de lo contado en Ávila en la Guerra Civil ya había sido apuntado antes por Belmonte en otros libros suyos, especialmente lo referido a la II República (adelantado en su Ávila contemporánea 1800-2000), como también lo es que buena parte de este nuevo trabajo, lo más sustancial, es información nueva que ayuda mucho a entender mejor aquel convulso periodo y, también, la idiosincrasia abulense.


Para redactar este libro José Belmonte volvió a convertirse en el niño de la guerra que fue, un joven inteligente y lleno de inquietudes que asistió entre sus 14 y 17 años de edad a la transformación de una ciudad por y para la guerra, una capital que, asegura, «fue fundamentalmente un cuartel general, un lugar de paso incesante de tropas y mandos, un lugar de entrenamiento para las cruentas batallas que se libraban en otros lugares del país», circunstancia que hizo posible que los abulenses «viviesen en una relativa tranquilidad durante la mayor parte del conflicto», sosiego que llegó «después de los días de verdadero pánico que se vivieron en los meses de julio, agosto y septiembre del 36».


Todo lo que cuenta Belmonte, dueño de una memoria prodigiosa que es un privilegio compartir, lo hace desde la visión sosegada y escéptica de quien asistió asombrado y atento al devenir de unos hechos «que entonces se nos vendieron desde la exaltación y a través de unos himnos y desfiles que nos impresionaban, pero a los que el paso del tiempo limpió de lo que tenían de celebración para mostrar la realidad de una guerra cruel que fue una auténtica aberración», en la cual «la manipulación informativa fue enorme».


En ese dar fe de lo que significó la Guerra Civil «sin querer ocultar nada», José Belmonte asegura, demostrando esa neutralidad que anuncia en el prólogo, que «hubo crueldad por parte de ambos bandos allí donde dominaban el terreno, tanto en el ‘rojo’ al sur de la provincia como en el ‘nacional’, por mucho que de los ‘paseos’ que estos últimos hicieron en Ávila nadie haya querido hablar nada hasta ahora, igual que cuando sucedían nadie quería saber nada por miedo». Y añade que «si duros, trágicos y sin sentido fueron los fusilamientos en la capital de ‘elementos izquierdistas o rojos’ (así se hablaba), también fueron abundantes y sangrientos los fusilamientos en localidades de la provincia de la Ávila no ‘nacional’, que hasta su ‘liberación’ se produjeron en gran escala».


Lamenta también Belmonte que «en Ávila hemos siempre muy timoratos a la hora de hablar de la Guerra Civil», quizás porque hay episodios ocultos en los que «quienes aparentemente eran los buenos» demostraron no serlo tanto. Uno de esos «momentos vergonzantes», relata en el capítulo 7 del libro, se produjo a raíz del bombardeo que sufrió la ciudad el 31 de agosto de 1936, tras el cual «un grupo numeroso de abulenses excitados, vociferantes y cargados de odio» se dirigieron «hasta la cárcel provincial, llenos de furia y con intención de matar a los presos políticos que allí se encontraban». De no haber sido por la «decidida oposición» de las fuerzas militares que custodiaban la prisión, apunta Belmonte con una pena vieja pero aún viva, «aquellos abulenses se hubiesen convertido en auténticos matarifes y aquel hubiese sido el día más nefasto y triste en la historia de la ciudad».


Sin perder nunca de vista el horizonte de que la principal riqueza de este libro está en que los hechos históricos que relata, a grandes rasgos conocidos por todos, llegan enriquecidos por el aporte de datos y detalles cercanos que regala un testigo presencial de los hechos, el lector se da un festín de anécdotas que recrean muy gráficamente esa intrahistoria que es siempre más elocuente (a veces también más cierta) que la Historia en mayúsculas. Su letra pequeña aporta mucho más para entender cómo vivió y sufrió Ávila aquellos terribles años que las grandes y hueras frases con las que luego se intenta resumir el mundo.


Y así da cuenta el historiador abulense de la intensa actividad en el campo de aviación que instalaron los soldados alemanes de la Legión Cóndor a los pies de Sonsoles (aeródromo que visitó José Belmonte en varias ocasiones por curiosidad), de cómo la violenta acción de los requetés en el funeral del capitán Peñas (5 de agosto del 36) rompiendo la bandera republicana llevó a la recuperación de la rojigualda como enseña oficial, de los muchos fracasos de los ‘nacionales’ en sus intentos de tomar Navalperal de Pinares hasta que finalmente lo lograron en octubre de 1936, de la conversión del monasterio de Santo Tomás en una academia de formación de militares «en la que mandaban los alemanes» o de la quema de libros ‘sospechosos’ de ideología marxista.


También relata cómo la Legión Cóndor tuvo su principal lugar de alojamiento en el Monasterio de Santo Tomás, «en cuyo recinto y para uso de los legionarios alemanes se instaló, en una de las aulas del Claustro de los Reyes, una capilla protestante»; y añade, con humor: «los de la ‘Cruzada’ y los propios dominicos, todos, hicieron oídos sordos a la instalación de esa capilla luterana; tanta lucha antiluterana comandada casi siempre por la orden de Predicadores, para ahora (entonces, me refiero) en su mismo templo dominicano tolerar y soportar el montaje de una capilla protestante».


Al campo de aviación que la tristemente célebre Legión Cóndor tuvo en la Cruz de los Llanos, entre el santuario de Sonsoles y el río Chico, dedica Belmonte un largo capítulo, por entender que la relevancia que para la guerra significó su larga y destacada presencia en nuestra ciudad tuvo mucha más importancia de la que se la ha dado habitualmente. Allí, explica, se llegaron a reunir hasta un centenar de aviones de guerra alemanes, desplazados por Hitler para «poner a prueba a su joven fuerza aérea y para que sus hombres adquiriesen experiencia» a modo de ‘tubo de ensayo’ de cara a la brutal ofensiva que estaba preparando en toda Europa…, e incluso deja caer la insinuación de que posiblemente desde aquí despegasen algunos de los aviones que el 26 de abril de 1937 bombardearon la localidad de Gernika.


Sin querer culpar ni exculpar a nadie de la tragedia de aquellos años, porque su objetivo no es juzgar sino contar con la máxima objetividad posible un relato que bien podría ser «una charla entre amigos contada con los ojos el alma», sí critica en varias ocasiones José Belmonte el «claro partido» que la Iglesia tomó por el bando franquista, «enrolándose a lo loco en una guerra que elevó nada menos que a Cruzada y permitiendo la mezcla de religiosidad y guerra» en vez de «al menos decir que había que parar aquella catástrofe», aunque asimismo quiere dejar claro que «aquellos hechos hay que verlos no en nuestros días, sino en los momentos en que se produjeron, y despojar así con buena voluntad de sus errores».


Especial mención merece la última parte del libro, una colección de fotografías de singular fuerza informativa –muchas de ellas, inéditas hasta ahora; todas, imágenes que concentran en su instante una historia magistralmente contada– que dejan constancia de cómo se vivía la Guerra Civil en la capital abulense, tanto entre la población civil (vida cotidiana, fiestas, mercado, procesiones, meteorología…) como entre la concurrida presencia de militares (por Ávila pasaron, entre otros, Franco, Mola, el «multimutilado Millán Astray» y José Antonio Primo de Rivera), colectivo entre el que destacó la presencia durante muchos meses de la Legión Cóndor.


En resumen, un libro muy interesante que aporta al general conocimiento sobre la Guerra Civil gran cantidad de particularidades de Ávila que ayudan a conocer mejor lo que sucedió durante aquellos años en los que el veneno, la estupidez y la ambición que se les fue de las manos a unos pocos acabó destrozando a todo un país. Y lo que a veces por miedo, a veces por intención de ocultar, a veces por ignorancia mal entendida, no se había podido o querido contar antes lo despliega ahora con gran lujo de detalles José Belmonte.

"Nava el Peral o Navalperal de Pinares" III

Feliz año 2014 a todos, seguimos con esta obra, en el apartado concerniente a la guerra civil en Navalperal.

"El día 5 de octubre, que amaneció un día oscuro, triste y muy lluvioso, fue fuertemente atacado Navalperal por tropas: en su mayoría, moros y regulares mandados por oficiales españoles.
Este ataque, hecho con todas las de la ley, hizo que casi sin tiempo material se evacuase como mejor se pudo a Madrid a todas las gentes que en el pueblo había, pero los que se encontraban en los cerraderos fueron hechos prisioneros por el 5º Tabor de moros.
En aquellos cerraderos, ocupados por hombres, mujeres y niños, se libró un encarnizado combate entre ambos contendientes.
Las Fuerzas Republicanas o milicianos se encontraban en la parte Norte y Este. Los Nacionales, por el Suroeste y Este, quedando los cerraderos con catorce familias en el centro del duro fuego del combate que estaban librando. Este combate dio comienzo a las ocho de la mañana, y, cuando llegaron los moros al primer cerradero de Bernabé Verdugo, eran las cuatro de la tarde.
En este cerradero, situado en La Fuente del Peral, se encontraban varias familias y un hatajo de cabras.
Los moros, forzando la puerta, ordenaban que salieran.
Los hombres más jóvenes que allí se encontraban, tales como Andrés Iglesias, Francisco Cogorro (estos recientemente casados), Máximo Méndez, Bernabé Verdugo Herranz y Pedro Postiguillo trataron de eludir el peligro saliendo por una pequeña ventana situada en la parte posterior. Una vez fuera y en este mismo lugar, todos ellos fueron muertos a tiros.
Al entrar los moros al cerradero, al primero que se encontraron, fue a Daniel Méndez Elvira ("El Tute"). Este señor, ya en edad madura, era el guarda del monte y Sociedad de Pastos, por lo que tenía puesto su distintivo consistente en una banderola de cuero con una chapa grande de metal en la cual se encontraba grabado la identidad de su cargo.
Uno de los moros, al ver aquel distintivo, debió suponer que se trataba de algún mando contrario a ellos, y le disparó a bocajarro. Pero el destino quiso que se le encasquillara el fusil, y por ello no salió el proyectil. Cargó de nuevo, volviendo a disparar, y, una vez más, el fusil se encasquilló. En este momento, llegó al lugar un muy joven Oficial Español, guiado por Paulino Fragua, el que pistola en mano hizo retirarse a los tres moros que había, evitando con ello una masacre de muertes de humildes personas inocentes, las que no alcanzaban a comprender todo aquello que estaba sucediendo. 
Con gran y terrorífico horror, aquellas familias (a las que después se les unieron otras más que se encontraban en otros cerraderos de Catalina y Julia Herranz) fueron saliendo del cerradero en fila india, tal como se les ordenaba. Entonces, sucedió que como quiera que Doña María Quirós Fuentes fuera una señora bastante gruesa y de edad madura, ello hacía que sus movimientos no todo lo rápido de desear, su hijo Martín Rincón Quirós, que se encontraba bastante más adelante, se volvió para ayudarla, y por esto uno de los moros le disparó otro tiro, que le quitó definitivamente a su joven vida.
¿Cuál sería el dolor sentido por aquella madre al ver morir a su hijo y no poderle no solamente ayudar, sino ni poderle dar su último beso de despedida? Se puede asegurar que aquel recuerdo y gran dolor interno le acompañaron todos los días de su vida, como igualmente a las restantes madres y esposas de aquellos que de esta forma y en el mismo lugar, les arrebataron sus ilusiones y proyectos de vida. 
El motivo de que aquel joven Oficial fuera guiado por Paulino Fragua Herranz ("el tío Chatillo") al lugar de los hechos antes relatados, evitando con ello la masacre de catorce familias, fue el que sigue:
En aquellos primeros momentos de pánico y terror vividos en el interior del cerradero por aquellas gentes y a la vista de lo que estaba sucediendo ante sus ojos, es lógico que nadie quisiera salir al exterior.
Entonces, este hombre de campo, extraordinaria y muy noble persona con increíble valor y arrojo, empujó al hatajo de cabras saliendo entre ellas a gatas. Cuando estuvo en la calle y después de unos metros recorridos, al semi incorporarse, vio al joven Oficial español, al que se dirigió explicandole lo que en el cerradero estaba sucediendo.
Seguidamente y acompañado por dos moros de confianza del Oficial, se dirigió a los otros cerraderos de Catalina y Julia Herranz. En el recorrido del pequeño espacio de terreno que separaba a estos cerraderos, nuestro paisano caminaba en el centro de los dos moros, alcanzando una bala al que iba delante, cayendo muerto a sus pies. No por eso retrocedió, sino que, continuando adelante, consiguió librar de la muerte segura a las restantes familias que allí había.
A todo esto, con la excitación del momento y la rapidez con que hubo de realizarlo, no se había enterado que, en el momento en que salió a gatas entre las cabras, había recibido un tiro en una de sus nalgas, por lo que, debido a la pérdida de sangre y a quedarse frío, cayó desvanecido en tierra siendo recogido por camilleros militares, y trasladado al Hospital de Ávila en el cual le fue extraída la bala que en su nalga llevaba.
Con esta aparente increíble actuación, realizada con arrojo y valentía, por un hombre sencillo y noble, salvó la vida a las catorce familias que en aquel lugar se encontraban.
Digna de aplauso y agradecimiento fue esta hazaña hecha por aquel Corito valiente, al que yo personalmente doy gracias, ya que de no haberlo hecho, hoy no estaría escribiendo estas líneas.
Entre aquellos niños que este anterior relato muy superficialmente definido, hace mención, quiso el destino que me encontrara, y a pesar de mi corta edad, aún puedo recordar, ya que se me quedó grabado en la mente, la imagen de uno de los moros que entró en el cerradero.
Este hombre era muy alto (o al menos a mí así me pareció); negro, aun cuando no negro betún sino más bien algo más que mulato; tenía mucha barba, pero no muy poblada; sus ojos eran muy grandes y brillantes; por los extremos de su boca, con grandes dientes muy blancos le salía saliva blanca que se hacía como espumarajo, y manchaba su barba; en su cabeza, llevaba un turbante blanco, y una de las puntas de este le caía sobre la frente; como pantalón, llevaba una especie de gran bolsa, que en nada se ajustaba al cuerpo ni a las piernas; su cuerpo estaba cubierto por una vieja chilaba, y no dejaba de gritar en su idioma".

Andrés Méndez Herranz, "Nava el Peral o Navalperal de Pinares", Madrid, 1991. pp. 200-204.