martes, 14 de enero de 2014

"Nava el Peral o Navalperal de Pinares" III

Feliz año 2014 a todos, seguimos con esta obra, en el apartado concerniente a la guerra civil en Navalperal.

"El día 5 de octubre, que amaneció un día oscuro, triste y muy lluvioso, fue fuertemente atacado Navalperal por tropas: en su mayoría, moros y regulares mandados por oficiales españoles.
Este ataque, hecho con todas las de la ley, hizo que casi sin tiempo material se evacuase como mejor se pudo a Madrid a todas las gentes que en el pueblo había, pero los que se encontraban en los cerraderos fueron hechos prisioneros por el 5º Tabor de moros.
En aquellos cerraderos, ocupados por hombres, mujeres y niños, se libró un encarnizado combate entre ambos contendientes.
Las Fuerzas Republicanas o milicianos se encontraban en la parte Norte y Este. Los Nacionales, por el Suroeste y Este, quedando los cerraderos con catorce familias en el centro del duro fuego del combate que estaban librando. Este combate dio comienzo a las ocho de la mañana, y, cuando llegaron los moros al primer cerradero de Bernabé Verdugo, eran las cuatro de la tarde.
En este cerradero, situado en La Fuente del Peral, se encontraban varias familias y un hatajo de cabras.
Los moros, forzando la puerta, ordenaban que salieran.
Los hombres más jóvenes que allí se encontraban, tales como Andrés Iglesias, Francisco Cogorro (estos recientemente casados), Máximo Méndez, Bernabé Verdugo Herranz y Pedro Postiguillo trataron de eludir el peligro saliendo por una pequeña ventana situada en la parte posterior. Una vez fuera y en este mismo lugar, todos ellos fueron muertos a tiros.
Al entrar los moros al cerradero, al primero que se encontraron, fue a Daniel Méndez Elvira ("El Tute"). Este señor, ya en edad madura, era el guarda del monte y Sociedad de Pastos, por lo que tenía puesto su distintivo consistente en una banderola de cuero con una chapa grande de metal en la cual se encontraba grabado la identidad de su cargo.
Uno de los moros, al ver aquel distintivo, debió suponer que se trataba de algún mando contrario a ellos, y le disparó a bocajarro. Pero el destino quiso que se le encasquillara el fusil, y por ello no salió el proyectil. Cargó de nuevo, volviendo a disparar, y, una vez más, el fusil se encasquilló. En este momento, llegó al lugar un muy joven Oficial Español, guiado por Paulino Fragua, el que pistola en mano hizo retirarse a los tres moros que había, evitando con ello una masacre de muertes de humildes personas inocentes, las que no alcanzaban a comprender todo aquello que estaba sucediendo. 
Con gran y terrorífico horror, aquellas familias (a las que después se les unieron otras más que se encontraban en otros cerraderos de Catalina y Julia Herranz) fueron saliendo del cerradero en fila india, tal como se les ordenaba. Entonces, sucedió que como quiera que Doña María Quirós Fuentes fuera una señora bastante gruesa y de edad madura, ello hacía que sus movimientos no todo lo rápido de desear, su hijo Martín Rincón Quirós, que se encontraba bastante más adelante, se volvió para ayudarla, y por esto uno de los moros le disparó otro tiro, que le quitó definitivamente a su joven vida.
¿Cuál sería el dolor sentido por aquella madre al ver morir a su hijo y no poderle no solamente ayudar, sino ni poderle dar su último beso de despedida? Se puede asegurar que aquel recuerdo y gran dolor interno le acompañaron todos los días de su vida, como igualmente a las restantes madres y esposas de aquellos que de esta forma y en el mismo lugar, les arrebataron sus ilusiones y proyectos de vida. 
El motivo de que aquel joven Oficial fuera guiado por Paulino Fragua Herranz ("el tío Chatillo") al lugar de los hechos antes relatados, evitando con ello la masacre de catorce familias, fue el que sigue:
En aquellos primeros momentos de pánico y terror vividos en el interior del cerradero por aquellas gentes y a la vista de lo que estaba sucediendo ante sus ojos, es lógico que nadie quisiera salir al exterior.
Entonces, este hombre de campo, extraordinaria y muy noble persona con increíble valor y arrojo, empujó al hatajo de cabras saliendo entre ellas a gatas. Cuando estuvo en la calle y después de unos metros recorridos, al semi incorporarse, vio al joven Oficial español, al que se dirigió explicandole lo que en el cerradero estaba sucediendo.
Seguidamente y acompañado por dos moros de confianza del Oficial, se dirigió a los otros cerraderos de Catalina y Julia Herranz. En el recorrido del pequeño espacio de terreno que separaba a estos cerraderos, nuestro paisano caminaba en el centro de los dos moros, alcanzando una bala al que iba delante, cayendo muerto a sus pies. No por eso retrocedió, sino que, continuando adelante, consiguió librar de la muerte segura a las restantes familias que allí había.
A todo esto, con la excitación del momento y la rapidez con que hubo de realizarlo, no se había enterado que, en el momento en que salió a gatas entre las cabras, había recibido un tiro en una de sus nalgas, por lo que, debido a la pérdida de sangre y a quedarse frío, cayó desvanecido en tierra siendo recogido por camilleros militares, y trasladado al Hospital de Ávila en el cual le fue extraída la bala que en su nalga llevaba.
Con esta aparente increíble actuación, realizada con arrojo y valentía, por un hombre sencillo y noble, salvó la vida a las catorce familias que en aquel lugar se encontraban.
Digna de aplauso y agradecimiento fue esta hazaña hecha por aquel Corito valiente, al que yo personalmente doy gracias, ya que de no haberlo hecho, hoy no estaría escribiendo estas líneas.
Entre aquellos niños que este anterior relato muy superficialmente definido, hace mención, quiso el destino que me encontrara, y a pesar de mi corta edad, aún puedo recordar, ya que se me quedó grabado en la mente, la imagen de uno de los moros que entró en el cerradero.
Este hombre era muy alto (o al menos a mí así me pareció); negro, aun cuando no negro betún sino más bien algo más que mulato; tenía mucha barba, pero no muy poblada; sus ojos eran muy grandes y brillantes; por los extremos de su boca, con grandes dientes muy blancos le salía saliva blanca que se hacía como espumarajo, y manchaba su barba; en su cabeza, llevaba un turbante blanco, y una de las puntas de este le caía sobre la frente; como pantalón, llevaba una especie de gran bolsa, que en nada se ajustaba al cuerpo ni a las piernas; su cuerpo estaba cubierto por una vieja chilaba, y no dejaba de gritar en su idioma".

Andrés Méndez Herranz, "Nava el Peral o Navalperal de Pinares", Madrid, 1991. pp. 200-204.

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